De niña creí que venía del mundo de las estrellas pero, crecí y lo olvidé.
Sin embargo, justo ahora que lo recuerdo, reconfirmo mi creencia infantil, pertenezco a las estrellas. Pero como dije antes, crecí, la adultez me invadió. Ahora vivo en la tierra, lejos de ellas, por eso cada noche las persigo las persigo y espero paciente para verlas, apreciarlas, vivirlas.
Un día, lejos de la gran ciudad y de su ruido, con ellas me encontré. Fue una de las noches más hermosas de mi vida. Eran millones, un batallón de ellas me acompañaban desde el patio delantero de una humilde choza en cualquier lugar. Saltaban, bailaban y jugaban. A varias de ellas reconocí y una de ellas era yo, era esa parte de mi que nunca se fue. Entonces, me abrazó, tan fuerte lo hizo que lloré. Me dijo que Dios la había enviado para recordarme que él está conmigo a donde quiera que vaya, y ellas son la prueba.
La noche siguiente decidí buscarlas de nuevo, tenía cosas que contarles pero ya no estaban; se habían ido, desvanecido entre tanta oscuridad. Desde entonces las persigo. Una de ellas una carta me escribió, y en ella me dijo que noches atrás lo había visto, que se encontraba solo en la azotea de un pequeño apartamento en la gran ciudad, y que él por mi le preguntó, pero ella no tuvo una respuesta.
Desde entonces las asecho como cazador a su presa. Quiero hablarles, contarle mis miedos y pesadillas para que cuando tengan que irse, con ellas se los lleven. Pero también para que de él me hablen, y cuando vuelvan a verlo, le digan que aún estoy aquí, ne el mismo espacio, en el mismo lugar; que en mi corazón siempre estará, igual que Dios.
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